La historia de la ética es una historia de énfasis en la razón, de eso que se ha dado en llamar “intelectualismo moral”. Los autores escoceses del siglo XVIII que intentaron romper una lanza en favor de las emociones como motores de la vida moral, quedaron en un reducto con menor influencia que la corriente dominante de la racionalidad. Así, pertrechados con la poderosa dinámica de la argumentación, construimos día a día nuestros fundamentos éticos, convencidos de que esto nos protege frente a la violencia de la imposición dogmática, frente a la irracionalidad y la arbitrariedad que siempre son fuentes de intolerancia, y frente al absurdo de no poder justificar nuestros pensamientos o nuestros actos. Todo el énfasis que se haga en la necesidad de dar razones será insuficiente, porque no por muy repetido deja de ser esencial que la fuerza de los argumentos sea la mejor defensa contra el argumento de la fuerza.
No obstante, la perspectiva emocional, afectiva, va cobrando progresivamente carta de ciudadanía en el mundo de la ética. Difícilmente puede entenderse al género humano cuando actúa, si no es atendiendo a esos elementos de motivaciones, sentimientos, esperanzas y afectos que determinan sus elecciones.
Incluso los estudios de neurociencia actual están insistiendo en cómo la dimensión emocional influye en la toma de decisiones, en las funciones ejecutivas que son aquellas por las que habitualmente definimos al ser humano.
No se puede “pensar sin sentir”, entre otras cosas porque en la dimensión práctica, que es la que atañe a la ética, no es posible tomar decisiones sin valorar, y en la valoración, además de los elementos racionales que pudiéramos utilizar como justificación explicativa, hay sin duda emociones. Qué es lo importante para el ser humano depende, en buena medida, de su idoneidad para la supervivencia, y por tanto tiene sentido entender que el cerebro se caracteriza por su capacidad de adaptación evolutiva. Sin embargo, el modo humano de sobrevivir en un entorno que ha sido modificado culturalmente es radicalmente diferente de la mera supervivencia física, y la posibilidad de valorar influye y es influida mutuamente por la cultura. El ser humano es un animal cultural, interpretativo, creador, su cerebro le dota con herramientas para este privilegiado y único modo de vivir: interactuando con el medio para convertirlo en un mundo con sentido, y en esa tarea se encuentran y compenetran las funciones cognitivas y las emocionales. (Sobre esta cuestión ver: L. Feito “Neurociencia de las emociones. Claves del comportamiento humano” Diálogo filosófico, Nº 80, 2011 (Ejemplar dedicado a: Neuroética), págs. 225-242).
Pero es que, además, tratar de reflexionar sobre temas de ética y bioética sin incorporar una dimensión de “empatía”, de capacidad de “com-padecer”, de “ponernos en la piel del otro” para intentar ver el mundo desde su perspectiva y, por tanto, sin desarrollar una sensibilidad ante el sufrimiento y la vivencia del otro humano, sería elaborar un pensamiento descarnado, que quizá pudiera ser válido para los tratados pero no para la vida. La ética no puede ser una representación, una “performance suplementaria y ornamental” (algo que ya decía J. Ortega y Gasset), donde se busque una narcisista autocomplacencia en el discurso, y no puede serlo sencillamente porque es demasiado importante: atañe al modo humano de ser y vivir.
En buena medida son las experiencias vividas y compartidas las que nos dan las lecciones más importantes – y también las más duras— sobre los aspectos esenciales que están en juego en los problemas de lo humano. Por eso conviene escuchar y abrir la mente. Cuando es preciso decidir sobre lo que concierne a la vida de las personas, no son válidos los planteamientos que no atiendan y subrayen ese aspecto valorativo que no sólo se percibe con los ojos de una teoría desprendida de la realidad humana. Difícilmente podremos hacer discursos válidos, por ejemplo, sobre cómo afrontar el final de la vida, sobre cómo tomar decisiones en ese periodo angustioso y desgarrador, sobre cuáles son los valores más importantes que se ponen en juego en ese momento, sobre cómo ofrecer cuidados, apoyo y alivio cuando ya no es posible otra actuación, si no hemos sido capaces de poner en marcha un pensamiento afectivo, una prudencia sensible, una reflexión que sirva para vivir.